Siempre se dice, no sé si ya casi por inercia, que el mundo de las relaciones humanas es complejo. El Tango de la Guardia Vieja, sin duda nos relata una compleja historia de amor entre un galante rufián, Max Costa, y una inteligente dama, Mecha Inzunza.

Una relación que es el hilo conductor de una novela realmente completa, por la que discurren espías, sexo, amor, acción, traición, tango y nostalgia. Una novela muy madura, en todo caso, que el propio autor reconoció no estar preparado para escribirla hasta que llegase el momento adecuado. Y vaya si ha llegado.

Narrada con elegancia y honesta pasión por los detalles (ropa, relojes, peinados, marcas de tabaco, bebidas, posturas, ademanes…) , El Tango de la Guardia Vieja consigue atrapar al lector en ese viaje espacio-temporal que nos lleva desde el periodo de entreguerras, a la Guerra Fría, pasando por la Guerra Civil española, un lapso de cuatro décadas complejo y convulso. El autor va intercalando lugares y momentos en una suerte de triple montaje en paralelo que aporta complejidad y riqueza a la prosa, todo un ejercicio de técnica narrativa.

El tango

El baile, pero especialmente el tango, es el origen de la turbulenta relación entre los dos personajes principales de la novela, Mecha y Max. El baile se muestra como una especie de campo de batalla donde los dos amantes miden sus fuerzas mientras se desplazan sinuosamente rozando sus cuerpos.

Aquí, Pérez-Reverte hace especial hincapié en la verdadera naturaleza del tango, ese que se bailaba en los burdeles porteños, entre malevos, chorros y prostitutas, en ambientes más turbios que los salones europeos que finalmente lo moldearon hasta llegar a ser un producto cinematográfico.

Recuerdo con nitidez la magnifica escena en el boliche La Ferroviaria, en Buenos Aires, lugar al que Max conduce a Mecha y al marido de ésta, un músico ávido por conocer los orígenes del tango (además de tener otros peculiares intereses):

La Ferroviaria olía a humo de cigarro, a porrón de ginebra, a pomada para el pelo y a carne humana. […] Los hombres serios, graves, masculinos hasta la exageración, interrumpían sus movimientos en mitad de la música […] para obligar a la mujer a moverse en torno […] Y cuando eso ocurría, ellas agitaban las caderas en fugas interrumpidas, deslizando una pierna a uno u otro lado de las del hombre. Sensuales en extremo.”

Aunque uno sea más de Piazzolla o Goyeneche, lo cierto es que he disfrutado leyendo los episodios tangueros. Una sucesión de intensos párrafos salpicados de argot lunfardo que transmiten esa especie de lucha, esa coreografía sensual, que establece las bases de la turbulenta relación entre Mecha y Max.

Pérez-Reverte y el sexo

Una relación que alcanzará una temperatura considerablemente alta en una serie de escenas de alta carga sexual. La descripción de estas escenas ha sido un punto delicado en el planteamiento de la novela. El mismo Pérez-Reverte declaró a lo largo de las distintas entrevistas promocionales que concedió que supuso un verdadero reto técnico: había que hallar el punto exacto entre la memez y la pornografía. Y lo cierto es que ha dado en el clavo.

Varias son las escenas torridas: relatos de encuentros salvajes, descarnados, puramente sensoriales, pero nada chuscos ni zafios, de novela barata. Colisiones carnales, casi batallas en ocasiones, que desprenden una especie de frenesí elegante, mezclado con cierta urgencia. Esta tensión sexual, a veces más subterránea que otras, se palpará constantemente en cada uno de los encuentros entre los dos protagonistas a lo largo de su peculiar historia.

Nostalgia

Uno de los aspectos que, personalmente, más me ha tocado la fibra sensible es esa especie de aroma de nostalgia por una época distinta que se respira a lo largo de la novela. Un tiempo en el que, según el autor, los modales sí importaban, independientemente de la pasta o la calaña de la que la se estuviera hecho. En el que incluso la forma de sentarse o la bebida que se pedía comunicaban un modo de ser. Para algunos podría resultar un cierto postureo indolente y resabido, para otros una suerte de escala de valores.

Evidentemente yo no pude vivir aquella época; me puedo hacer una idea viendo películas o leyendo libros, o aún examinando los ademanes de mis ya vetustos abuelos. Sin embargo, de un modo similar, estoy empezando a sentir cierta desazón de abuelo cebolleta al ver el comportamiento de las nuevas generaciones, que parecen guiarse por unos valores muy distintos a los míos.

A pesar de que apenas llego a la treintena y de que nunca he sido de los suscritos al manido «viejos tiempos siempre fueron mejores», percibo una especie de elogio a la inmediato, a lo frívolo y a la falta de esfuerzo en la sociedad que se avecina que me entristece ligeramente.

Nos movemos en mundo megahiperinterconectado, pero a la vez tristemente aislado, en el que personas unidas mediante dispositivos en ocasiones parecen ignorar a quien tienen al lado; en el que el tacto granulado y cálido de la hoja de un libro parece eclipsado por el frío tacto de una pantalla. No sé, quizás me hago mayor y gruñón; o quizás me he contagiado por ese espíritu nostálgico que recorre El tango de la Guardia Vieja, pero lo cierto es que en cierta manera me he sentido identificado con esa nostalgia.

Una nostalgia, no obstante, que no ha empañado ni por asomo el disfrute que me ha supuesto la lectura de la novela, en este, digamos, segundo «encuentro literario» con el autor, pues hace unos años leí Territorio comanche. Literatura elegante, honesta, enriquecedora y a su vez asequible, sin ínfulas eruditas. En pocas palabras: uno de esos libros que te da pena acabar.